Eva
La
lluvia caía sobre Eva, acariciando con ternura cada palmo de su cuerpo desnudo.
Normalmente, ella odiaba la lluvia. Aunque estaba en el paraíso y sabía que ese
agua era vital para alimentar a los animales, las plantas y a ella misma, no
podía evitar extrañar la presencia del sol cada vez que los nubarrones lo
ocultaban con descaro. Además, tampoco soportaba que la ladera de la montaña,
en la que se tumbaba a soñar despierta con lugares lejanos, se quedara
embarrada cada vez que los cielos decidían gastarle una broma.
Ahora
se preguntaba si, de verdad, las gotas de lluvia serían el reflejo de las
lágrimas de su padre. A menudo, su marido le había dicho eso y había acompañado
tales palabras con muestras de desprecio hacia su persona… Insinuando que
dichas lágrimas siempre caían por culpa de los errores de Eva.
Es
posible que, por una vez, tuviera razón.
De
algún modo, Eva encontró apacible el gesto de su marido cuando cerraba los
ojos. Era el único momento del día en el que no le daba órdenes o se aprovechaba
de su cuerpo, tanto si ella estaba de acuerdo como si no. Y cada vez que la
mujer trataba de negarse o de huir, él le mostraba la cicatriz en su costado, como
si aquello justificase que fuera parte de su propiedad y el aspecto de la carne
cicatrizada firmase algún contrato sagrado de esclavitud. Tal vez, por eso, Eva
no sintió absolutamente nada mientras contemplaba las gotas golpeando con
fuerza la piel del hombre y acumulándose en orificios como su oído o su boca…
Parecía que despertaría en cualquier momento… Esperaba que no fuera así.
Mientras
el agua limpiaba su cuerpo femenino de la sangre ajena y consolaba ligeramente
sus contusiones, sintió la necesidad de llorar. “¡Mira lo que ha pasado, mujer!
¡Ha sido tu culpa!”. El grito resonaba en su cabeza.
Se
alejó de su marido y se encontró a unos metros con dos pequeños cuerpos sin
vida… Ambos tenían un boquete abierto en la cabeza, seguramente realizado con
alguna de las numerosas piedras que decoraban el lugar. Abrazó a los pequeños y
los acunó como cuando eran unos pequeños bebés… Ellos habían sido la única
alegría que había sentido en toda su vida y él se los había arrebatado para no
tener que compartirla con nadie. El muy desgraciado había llegado a insinuar
que Caín había matado a Abel mientras jugaban y por eso le había castigado…
Adán les había matado.
Cuando
las gotas cesaron su caída y la falda de la montaña se llenó de una niebla
densa y fría, Eva decidió que había llegado el momento de despedirse de sus
pequeños. Los enterró bajo el manzano en el que solía esconderse cuando quería
estar sola. Recogió el cadáver de la serpiente de cuyos colmillos había extraído
el veneno para matar a Adán y lo arrojó sobre el cuerpo de su esposo,
amontonando ambos cadáveres como si fueran una pila de basura… Asegurándose de
que su presencia no interrumpiera el descanso eterno de sus hijos.
Con
el corazón lleno de tanta pena como fuerza, abandonó por fin aquel infierno al
que llamaban Edén. Acarició con una mano su vientre, muy discretamente
hinchado, prometiendo a su futuro primogénito un lugar seguro, alejado del
dominio de un Dios que había permitido tanta crueldad sin haber movido un dedo
para evitarlo.
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1 Comentarios
¡Hola!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho este relato, la verdad es que no me esperaba que fueran los Adán y Eva de los que se habla en la biblia y de que hubiese pasado todo eso. Además de hablar de Caín y Abel con la historia tan horrible que hay detrás de estos dos hermanos. Me gusta mucho, demostrando también el poder que podemos tener las mujeres cuando las cosas llegan a un punto de no retorno, aunque ninguna mujer debería soportar el ser degradada por un hombre.
¡Muchos besos!