Por Gema López Sánchez
El 17 de agosto de 1896, Bridget Driscoll, una mujer de 44 años, madre de dos hijos, se convirtió en la primera víctima mortal de un accidente de tráfico. Ella, su hija adolescente May y una amiga iban de camino a un espectáculo de baile en el Crystal Palace, al sureste de Londres. Cuando tomaron la intersección para atravesar los jardines del palacio, un coche que iba a “gran velocidad” la atropelló. En una época en la que los automóviles tenían como límite 6,5 kilómetros por hora, es probable que el automóvil que acabó con la vida de Bridget doblara la velocidad máxima hasta aproximadamente 12,8 kilómetros por hora. El conductor que provocó el accidente respondía al nombre de Arthur James Edsall, según los reportes de las hemerotecas de la época. El nombre del hombre fue lo único en lo que la prensa contemporánea se puso de acuerdo, ya que los motivos que propiciaron el accidente fueron (y siguen siendo) incógnitas. Algunos diarios afirmaban que el conductor era un joven que ofrecía paseos en coche para mostrar el nuevo invento, y, según algunos testigos, estaba tratando de impresionar a una joven pasajera. Otros opinaban que no era más que un hombre que acababa de comprar el aparato y tal vez su entusiasmo y su falta de experiencia propiciaran el desastre. La historia más respaldada hoy en día es que el vehículo iba a formar parte de una que era parte de una exhibición automovilística a la que nunca llegaría. Lo único constatable fue que, al tratarse de un accidente, Arthur no cumplió ninguna condena. En la investigación, el funcionario encargado dejó por escrito una rotunda afirmación que acabaría pasando a la historia del automovilismo: “Esto no debe volver a ocurrir nunca más”. El caso quedaría cerrado y olvidado hasta que, en el año 2010, la BBC decidiera realizar una investigación dirigida por el periodista Andrew Mc Farlane, que lo sacara de la estantería polvorienta.
Ciento diecinueve años, un mes y cinco días después, se repitió el horror en una historia muy parecida. La noche del 11 de septiembre de 2015, Enrique López Sierra había salido de fiesta con sus amigos. Su intención era despedirse de ellos, puesto que esa misma semana se iría de Erasmus a Amberes, Bélgica, y no volvería a verles hasta que cumpliera allí sus seis meses de estancia. Bebió poco y se fue deprisa, debido a que había mucha más gente de la que quería despedirse antes de comenzar su viaje. Caminó por la Castellana sintiendo el frío otoñal en los huesos, esperó pacientemente en el semáforo, y cuando el muñequito se volvió verde, cruzó. No había llegado ni a la mitad del paso de cebra cuando un vehículo le atropelló dejándole en coma y el conductor se dio a la fuga.
El chico atropellado se quedó inmóvil en el suelo mientras los curiosos se acercaban. Incluso desde lejos era posible apreciar la extrema gravedad de sus heridas. Tenía los ojos cerrados y los cuchicheos de los presentes afirmaban que estaba muerto. Tenía un corte en la cabeza del que no cesaba de brotar sangre, golpes en la cara, que se hinchaba ostensiblemente a cada momento que se detenían a observarlo, y un corte en el labio. Pero más demacrada aún que la cabeza, estaba su pierna. Había perdido una zapatilla, y una maraña de sangre y músculos hacían su aparición en el lugar donde, presumiblemente, se había producido el golpe.
Pocas horas más tarde, sus padres y su hermano recibían una llamada de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Clínico San Carlos, informándoles de que el chico estaba muy grave. La familia suspiró aliviada cuando tres días después, el 14 de septiembre, Enrique abrió los ojos: “Nunca podré olvidar la sorpresa que fue para mí despertarme en una sala de hospital sin ser capaz de mover un músculo por el dolor, conectado a mil máquinas, y todos a mi alrededor llorando y felicitándome como si hubiera hecho algo sumamente importante”.
La policía consiguió parar al vehículo sospechoso del atropello. El parabrisas roto y los restos de sangre confirmaban que aquel era el coche en cuestión. Según el atestado y las declaraciones de los agentes, el conductor infractor era un joven que conducía en estado de embriaguez: había consumido drogas y alcohol. Había salido indemne del accidente, pero la copiloto, su novia, había sufrido alguna lesión menor. Las madres de los dos implicados y el propio conductor contactaron días después con la madre de Enrique para disculparse por su imprudencia.
Enrique inició un proceso de larga y dolorosa recuperación. Como es lógico, no pudo irse de Erasmus ni volver a sus estudios de Derecho y Administración de Empresas hasta varios meses más tarde. Salió del hospital en silla de ruedas y aún necesitó prolongadas sesiones de terapia para poder volver a caminar de nuevo. Hoy en día aún conserva las cicatrices del desastre y un dolor constante en sus extremidades al que ha acabado por acostumbrarse.
Las consecuencias de aquel accidente no fueron únicamente físicas, sino también mentales. Durante bastante tiempo, sentía el trauma renacer cada vez que veía noticias sobre atropellos. Necesitó ayuda psicológica, pero finalmente pudo superar los problemas derivados del salto. A pesar de que la huelga de examinadores le está poniendo ciertas trabas, actualmente se está sacando el carné de conducir.
Sorprendentemente, lo peor para él no fue el propio accidente, sino que el episodio que le trae los recuerdos más amargos es el de un problema que tuvo con el tubo de respiración que le colocaron en la UCI. La noche anterior a que se lo retirasen, sintió que se estaba ahogando. Aunque trató de llamar la atención del personal sanitario, nadie pudo ser consciente de la magnitud del problema hasta que le hubieron retirado el aparato. Estaba obstruido. Enrique había sobrevivido contra todo pronóstico dos veces.
En mayo del 2017, un año y medio después de estos hechos, la editorial Pentian publicó en su web un crowdfunding para editar Una historia de asfalto y hospital. Apenas dos semanas desde la publicación de la campaña, se consiguió el objetivo de los 1600€. Se trataba de la novela que Enrique comenzó a escribir sobre su experiencia a raíz de la recomendación de un religioso que le visitó durante una de sus aburridas tardes en la UCI. El joven siempre había sido un gran lector y había escrito relatos, poesía y microrrelatos, si bien estos textos habían participado en concursos literarios escolares, pero no habían sido publicados. Enrique deseaba seguir adelante y olvidar la traumática experiencia, pero sobre ese deseo persistía la necesidad de hacer llegar un mensaje social. El autor quiere que su experiencia sirva para evitar nuevos accidentes de tráfico, y confía en que la mejor forma de prevenirlos es mediante la educación y la concienciación.
No se puede comprender el impacto de Una historia de asfalto y hospital sin la colaboración de la Fundación A Víctimas de Tráfico, más conocida como Fundación A, a la que va destinado un 50 por ciento de la recaudación del libro. El director de la Fundación A, Luis Sainz, había vivido dedicándose al voluntariado en otras asociaciones como la Fundación Isabel Gemio para la investigación de enfermedades neuromusculares, distrofias musculares y otras enfermedades raras, la Fundación Lukas para niños con discapacidad neurológica severa, el Proyecto Hombre de prevención y tratamiento de consumo de alcohol y otras drogas, Sonrisa Digna y la residencia de ancianos Nuestra Señora de Valverde. Lo que le cambió la vida a Sainz y le impulsó a llevar este camino de asociacionismo y solidaridad fue el accidente de moto que sufrió su hijo: “En ese momento una persona se veía envuelta en un accidente de tráfico y se encontraba con que el único interlocutor que tiene fuera del extraordinario sistema sanitario que tenemos en España, era un señor de una compañía de seguros (en muchos de los casos ni siguiera el de tu compañía de seguros, por ser el del coche que te ha atropellado) y sin ningún tipo de asistencia psicológica que te hiciera paliar emocionalmente esos durísimos momentos iniciales, ni tampoco ningún tipo de información de los derechos que te asisten como víctima de un accidente o familiar del accidentado... Fue entonces cuando vi la necesidad de crear algo que todavía no existía y que pudiera dar respuesta y ayuda a esas dos cuestiones”, explica Sainz.
Con este historial de intereses en accidentes de tráfico, temas de salud y activismo social, el director de la Fundación A tomó conciencia desde el principio con el proyecto literario de Enrique y aportó su granito de arena ayudando con la difusión del mismo en medios de comunicación y redes sociales, e instando a la periodista de TVE Teresa Viejo (embajadora de Fundación A) a escribir el prólogo de la obra. “Muchas personas cuando sufren un accidente de tráfico de la envergadura y gravedad que el de Enrique se ensimisman en su desgracia y en su mala suerte, Enrique ha sabido luchar por él mismo por su recuperación por su autoestima personal y ha conseguido vencer todas esas secuelas psicológicas que normalmente quedan tras un accidente. Su libro me parece un canto a la esperanza a las ganas de vivir y a la proyección a los demás de que por muy mala que sea la experiencia se puede salir de ella y además como ganador”, comenta Sainz.
En septiembre de 2015, casualmente, en las mismas fechas en las que Enrique estuvo a punto de perder la vida, los Jefes de Estado que asistieron a la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptaron la histórica Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Una de las nuevas metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible es reducir a la mitad el número mundial de muertes y traumatismos por accidente de tráfico de aquí a 2020, lo cual constituye un avance significativo para la seguridad vial. Refleja un reconocimiento cada vez mayor del enorme precio que se cobran los traumatismos causados por los accidentes de tráfico, los cuales son una de las causas de muerte más importantes en el mundo, y la principal causa de muerte entre personas de edades comprendidas entre los 15 y los 29 años por encima de suicidios, SIDA y homicidios, según el Informe sobre la Situación Mundial de la Seguridad Vial de 2015. Este informe, a su vez, concluye que la mitad de todas las víctimas mortales ocasionadas por los accidentes de tránsito son motociclistas (23 por ciento), peatones (22 por ciento) y ciclistas (4 por ciento).
Pese a que la concienciación social sobre este tipo de accidentes nunca ha sido mayor, cada día alrededor de 3500 personas fallecen en las carreteras alrededor del mundo. Decenas de millones de personas sufren heridas o discapacidades cada año; siendo los niños, los peatones, los ciclistas y los ancianos son los usuarios más vulnerables de la vía pública, según la Organización Mundial de la Salud.
En España, el Registro Nacional de Víctimas de Accidentes de Tráfico de la Dirección General de Tráfico confirma que 1689 personas murieron en accidentes de tráfico en 2015.
Cuando se le pregunta a Enrique de qué manera piensa que se puede evitar que sucedan más accidentes de tráfico, la respuesta aparece rápidamente en su mente y emana de sus labios con contundencia: a través de la educación. Opina que la seguridad vial es un asunto que debería tratarse en colegios e institutos con periodicidad. Asimismo, pertenece al grupo de los que defienden una mayor dureza en los anuncios publicitarios de concienciación. “Ya sé que es una opinión que suscita polémica, ya que los detractores opinan que son imágenes que pueden herir sensibilidades… Pero si dando un poco de miedo con un vídeo podemos conseguir que las personas sean más precavidas y se salven vidas, el minuto de mal trago habrá merecido la pena”, afirma el chico, que también ve con buenos ojos el aumento de los controles de seguridad. Sin embargo, no opina lo mismo del aumento de las medidas punitivas y las condenas contra los conductores imprudentes: “Una vez que la persona ya está muerta o lesionada, ya da igual castigar más o menos al culpable. Los accidentes de tráfico son eso, accidentes. Los conductores imprudentes no quieren matar a nadie, simplemente no son conscientes del peligro. Por eso la educación es nuestra única oportunidad”, insiste. Habla por la experiencia personal y aportando ejemplo, ya que cuando se le pregunta si él siente rencor por el conductor que le atropelló o si desearía que su pena aumentase, simplemente responde: “No. No odio a nadie. El odio solo le duele a quien lo siente”.
Enrique podría haber sido el fallecido número 1690. Ahora se levanta temprano para ir a trabajar, va a clase por la tarde y en su tiempo libre hace deporte, queda con sus amigos y lee. Otros no tuvieron tanta suerte.
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